demonios, Elegías

Los lejanos perros

He tenido un sueño (si acaso es algo que se puede tener, como si se pudiera poseer un pájaro, o los chupaflores). Yo no sabía entonces que la presión de un par de músculos en el cuello (estrés, le llaman algunos, vida adulta, le dicen otros) llenaba de sangre mis sienes y causaba dolor al acostarse.

A mi mente no le importaba. Iba a pasito acelerado, bajo un sol abrasador de las 8 de la mañana. Abrasador pero húmedo, sobre la tierra reciente (todas las mañanas es reciente), la tierra negra y fértil de Chiapas, humedecida en la lluvia la noche anterior. Yo caminaba en mi cuerpo de niño de 7, quizás 8 años, ante esos mismos brotes de yerba silvestre, ligeramente domesticada por la ciudad, que sólo me llegaban por arriba de la rodilla, apenas por la cintura. Yerba que nadie pisaba, pero que por respeto a las nuevas casas del bario La Cueva, en los más tiernos años de la primaria, o de Candelaria tiempo después, por respeto a los señores que ya se asentaban en esos terrenos, ya no crecía más.

Pero allí andaba yo, quizás con un pantalón gris a rayas apenas verdes, el de mi uniforme, caminando trabajosamente para abrirme paso entre las veredas, para no llegar tarde. Así era cuando niño. La maravilla de mi sueño era sentir que volvías en el tiempo, porque recobrabas ese cuerpo reciente (así, para estar a tono con la mañana) y a todas luces fuerte y sano, pero con tu conciencia de ahora, más de 20 años después, obviando detalles físicos que a tu mente no le preocupan porque es un sueño… y no es corpóreo. Se siente de maravilla. Maravilloso como fugaz, de 2 a 3 minutos, como dicen que duran los sueños; de 21 segundos, como cuentan que dura el presente.

Como pasado que es, recuerdo cristalizado que se sacó de alguno de los archiveros de la memoria, no puede modificarse. En ello yacía también un encanto (ajeno a dolores de la madurez), similar a los hallazgos que se tienen en casa, las repetidas vacaciones en las que se hurga de entre las posesiones para tirar las que no se usan, o dar brillo a las que aún se aprecian y desean recuperarse. No me limité a sentirlo por todo mi cuerpo, ni en extrañarme de que fuera de noche al caminar unas cuadras por la calle a la que salía la vereda (el mar al que desemboca ese río, tamaños desproporcionados de las cosas en la niñez); ni siquiera al detener la película, sentarme a contemplar las imágenes sin tiempo que entonces percibía. Las luces de los focos baratos tras puertas de madera, cristales sucios, casas pobres, caminos en los que a lo lejos seguían ladrando los perros flacos, cafés, hocicos negros, poco lanudos (perros sencillos de la gente sencilla, más fieles que los finos), los perros que ladran en todos los temblores que recuerdo, los que sabían de aquellos magníficos sucesos (porque nunca fueron catástrofe más que susto) antes que nadie porque tenían (decía mi padre) las orejas pegadas al suelo. Esos son los perros que ladran en todas las tardes de los libros, los atardeceres de las vidas de las personas en las novelas, los que se acurrucan a sus amos en todas las historias al caer la noche, desde cada madrugada de los tiempos.

No entiendo mi sueño. Pero lo aprecio mucho, cual revelación de mi conciencia. Me aferré a él al despertar, consciente ya de todos mis pequeños dolores físicos. Me abracé a él mientras esperaba pacientemente que disminuyera la presión en la frente. Puede que signifique que aún me aferro a mi vida de niño, por alguna razón, o que alguien me la hubiera arrebatado y a ratos la extrañara. Porque otras veces emerge en mí ese pequeño y se asusta con la soledad de mi estudio y los estantes de los libros entre las sombras. A veces, repetidas veces, se pregunta cómo es que he sido capaz de llegar hasta aquí, con poca ayuda (que en realidad no ha sido poca), con la soledad que se tiene en ese momento. Niño que despierta asustado porque no está su madre.

Desperté como quien ha llorado, con esa sensación en el pecho… porque ya no soy pequeño, porque no quiero ser grande, porque aquí la tierra no es negra, ni hay yerba en el suelo, ni llueve por las noches. Porque se llega la oscuridad, acompañada cada una por una tarde en la que no ladran los perros.

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