En algún momento escuché decir que a los libros hacen daño las mismas cosas que nos hacen daño a los seres humanos: el fuego nos consume a ambos, el sol oxida las páginas del pensamiento y las converse en quebradizas, la tan vital agua puede ahogar nuestra existencia si pasa por dentro de nuestro cuerpo, por sitios en los que no debe.
Éste fue el caso de hoy. Tantos días mirando hacia arriba para que las nubes, dondequiera que estuvieran (porque sobre mí no) se compadecieran de mí y trajeran la paz a esta tierra árida, para llegar inesperadamente, brevemente, intransigente e impunemente, el día en que más daño nos pudieran hacer (a la añoranza de mi corazón, a mis páginas): el de la mudanza. Por más que corrí, por más que exprimí de mis músculos la mayor fuerza que pude para apartar de mi camino y con velocidad las mesas y los estantes, las cajas de ropa y el refrigerador, poco pude hacer para llegar a ellos. Y en la camioneta en que yacían hasta arriba, cada caja, cada plástico pequeño que afortunadamente se me ocurrió poner sobre de ellos, los libros recibían la breve y letal lluvia. Como extensión de mi cuerpo, mis libros sufrían el frío del agua. La lluvia que tanto amo los penetraba, líquido omnipotente, hacía escurrir sus letras a Borges, a Petrovic, a la colección QED, ¡a aquéllos que ya no se consiguen!, a los libros de Matemáticas, a los ejemplares que tanto tiempo y esfuerzo habían requerido para llegar a mis manos y a mis anaqueles. No soportaba la idea de ni siquiera tener en mente los tomos que estaban siendo asesinados en ese momento.
Rabietas, improperios, mi sudor salado mezclándose con la lluvia, jadeando hasta donde me lo permitían mis fuerzas, no pude hacer mucho para evitar aquella tragedia. Pasaban por mi mente tantas cosas: aunque incomparable, aquél suceso equivalía (a nivel personal) a la pérdida de la antigua Biblioteca de Alejandría… y me imaginé que del mismo modo que yo se habrían sentido quienes pudieron rescatar de las fauces del fuego aquéllos preciadísimos documentos, con la alegría de estar salvando algunos, con la tristeza de que las manos no bastaran para salvarlos a todos. Pensaba en que la vida estaba enseñándome a desapegarme de aquello que aprecio tanto y que ha marcado mi vida, en que era una prueba lo que en ese momento estaba sucediendo.
Después de mucho, casi a punto de derrumbarme de pesar y cansancio, llegó la resignación: «luego me compro ediciones más recientes de los mismos libros», «ayudará esto a espulgar la biblioteca de los libros que ya no utilizaré», de entre otros engaños míos para soportar la hecatombe.
Antes de cerrar la puerta de mi nuevo hogar eché un vistazo por todas partes: cajas de libros con el cartón de encima mojado, con gotas enormes sobre los plásticos, papeles oscurecidos y aplastados. Seguir mirando aquél desastre, aquél desorden, me pareció una suerte de hacerme daño por gusto. Y me fui. Y procuré no desquitar mi frustración con el chofer, ni con mi amigo (que muy amablemente accedió a prestarme sus fuerzas para aquellas cosas que yo sólo no puedo cargar).
Acabo de volver y en un atisbo de valor, con el ánimo de enfrentar aquello que había salido mal, regresé a las cajas. El calor de la casa había hecho su trabajo: cartones secos, plásticos sin gotas, libros en su interior sobreviviendo a las penurias y conservando intactas y en su sitio original, como al inicio, cada una de sus letras. Me alegré… porque el mal no había sido demasiado, porque mis libros se parecen a mí, que empujan siempre para adelante, que buscan siempre sobrevivir, adaptarse, medrar, mantener encendido el fuego de la existencia… y creo que ése es, por tanto, la estrella mayor que nos guía, nuestro sol, el objetivo de nuestra existencia.